miércoles, 27 de abril de 2011

CHOCOLATES


   Mamá compraba en aquel minisuper jugo de uva, salami y pan.
   Alberto y yo nos jaloneábamos como de costumbre, aburridos por la espera.
  
   De repente: Como si algo  importante sucediera; mi hermano puso su cara de diablo, esa con la que podrías esperar cualquier cosa, la que incotrolabelmente anunciaba las mejores travesuras del mundo, a los 8 y 10 años éramos capaces de cualquier cosa, menos de controlarnos. Entonces me dijo:
  
   ¡ Mira negra, no manches!.
   Había un guacal de plástico lleno de cubitos de colores, ¡eran como mil cubitos de colores brillantes!. Mis ojos se agrandaron tanto, que podía filtrarse  la chisporroteante luz tornasol del papel metálico que los envolvía.

   ¡Son chocolates wey!.

   El estómago se me hundió, una calambrina se apoderaba de mi cabeza; casi, casi como cuando juegas a los quemados y recibes, de un solo tiro, tremendo pelotazo en la frente, ojo y cachete.
   Pero esta sensación era diferente, estaba acompañada de una especie de susto que aumentaba la emoción del momento.

    Robar uno o dos no se notará, pensé mientras se me hacía agua la boca.

   Beto hacía muecas con desesperación y su prisa era mayor. “Ándale te digo, mamá está distraída ¡ya, ya!” . Nos miramos cómplices como tantas veces y ¡sopas!, en movimiento sincronizado, cada uno jalamos un cuadrito, el morado y el azul. Corrimos  detrás de un estante donde los únicos testigos de aquella hazaña fueron las botellas de Cloralex y el jabón Tepeyac.
   Con otro movimiento casi maestro, encueramos el botín que nos llenaba de tanto gozo, de tanto triunfo. Cuando lo desenvolvíamos y el plan perfecto estaba por consumarse, la voz de mi madre que nos llamaba rompió con el trance que nos paralizó por algunos momentos. De golpe, (digamos en chinga),  los pequeños cubos, como pelotas de beis entraron en nuestras bocas, ansiosas por disfrutar el sabroso cacao, ese que en la saliva y entre dientes sigues disfrutando aún después de haberlo terminado.

   Mi madre nos miró extrañada, al encontrarnos ahí parados como idiotas.  Y tomándonos a cada uno de la mano dijo:- Es hora de irnos-.

              
   No sé como explicarlo. Era todo menos el fantástico sabor a chocolate.
    Mi gesto debió ser idéntico al de mi hermano, cuando lo amargo y salado  se disolvía en nuestras bocas. Fue un estallido de acidez que hasta picaba la lengua.

¡Ah que rateros tan chafas, que no distinguimos entre un chocolate y un consomé  de  pollo concentrado!.

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